Hay dos cosas que marcaron profundamente la infancia de Alan Watts: la sala de estar de su casa en Chileshurst, repleta de mágicos tesoros traídos de oriente y las lecturas de cuentos y poemas de Rudyard Kipling. La imaginación de un niño, fecunda y rica como las tierras vírgenes, solo necesita la chispa que prenda la llama del misterio y la aventura.

Watts nació en un cottage de ladrillo macizo, en Kent (Inglaterra), cerca de donde se encuentran los Hayedos encantados de South Dawns y los pozos de aguas de Sussex. A su madre, una profesora dedicada a educar a los hijos de los misioneros, la obsequiaban con todo tipo de objetos traídos de las misiones. Un fabuloso tesoro almacenado en la sala de estar.

Una sala de poco uso, dónde Watts dejaba volar su imaginación con mandalas florales grabados en mesas redondas traídas de la India para servir el té. Jarrones chinos. Almohadones japoneses ricamente bordados con imágenes de mandarines y guerreros. Abanicos de Samoa…

Al atardecer, junto a su padre, en la sala de los tesoros, las historias y leyendas de kipling recreaban lugares exóticos y toda suerte de extraños personajes. Imagino a Watts escuchando contar las aventuras de Mowgli, en “el libro de la selva” o la historia de “capitanes intrépidos” surcando los mares a bordo de un pesquero.

La de Puck, un duende que Shakespeare creó en “sueño de una noche de verano” y que kipling revive, narrando la historia de Inglaterra a través de caballeros normandos, romanos y piratas.

De este modo Watts fue enamorándose de oriente. De su cultura, su filosofía y sus misterios. Y en ello tuvo mucho que ver, lo que más tarde él recordaría como el libro que más le cautivó: las historias de “Kim de la India”.

Kimball O’Hara, un huérfano nacido y criado en la India después de la muerte de sus padres, emprenderá un viaje iniciático lleno de pruebas y aventuras. Acompañado de un lama tibetano, recorrerá la India en busca de un río sagrado que lo ha de liberar de la “Rueda de la Vida”.

Kipling despertó en aquel muchacho la pasión por oriente, que más tarde se revelaría como su vocación. Filósofo y orientalista, Watts pasó su vida traduciendo y escribiendo sobre textos de filosofía pertenecientes a las grandes corrientes místicas. Todavía hoy, sus libros, son la mejor introducción que tiene occidente al taoísmo, el budismo Zen y la psicología de las religiones.

Pero no hay eternidad sin herejía y Rudyard Kipling fue un autor tan genial como incomprendido. La defensa del imperialismo le llevó a la pérdida de la popularidad y el prestigio alcanzado, después de ser galardonado en 1936 con el premio Nobel de Literatura (fue el primer escritor británico laureado con este premio).

Kipling fue relegado a ser un escritor de fábulas para niños, a pesar de que sus relatos nada tienen de infantiles. Cultivó la novela, el cuento y la poesía; pero sobre todo tenía el don de contar historias. Era un gran contador de historias, llegó a escribir más de 200 relatos cortos y la mejor prueba de ello es que hoy seguimos leyendo a Kipling. James Joyce lo consideraba un escritor de los mejores en el uso de la fantasía y la imaginación.

Como le ocurrió a Watts, nos ha sucedido a muchos de nosotros; debemos a estas lecturas nuestros más profundos anhelos, nuestra búsqueda incansable del misterio. Al cerrar sus páginas nos dejan la extraña impresión de que algo oculto, maravilloso o terrible nos ha sido revelado.